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  • Foto del escritorMaria Gomensoro

Navidad en el Cabo

Creo que no debe de haber vacío más grande para una mamá o un papa, que pasar una Navidad sin sus hijos, algo inimaginable pero tristemente común para aquellos que tenemos que compartirlos cuando la pareja ya no funciona y decide separarse. 





Mis chiquititas no tenían más de 3 y 6 años cuando me tocó pasar la primer Navidad sin ellas. Aun lloro el dolor que nunca se va, cuando me acuerdo de esos días previos a ese 24 de diciembre. Me veía sentada en la casa de algún familiar compartiendo la mesa con gente muy querida pero imposible escaparle a la angustia que me provocaría no encontrar a mis hijas en esa mesa y la cruda realidad que no estarían conmigo esa noche.  


Por suerte en ese momento, ya estaba en mi vida aquel  con quien hoy la comparto y el 23 de diciembre de tardecita, me sorprendió con una invitación muy original. Nos íbamos a pasar la Navidad al Cabo Polonio.


Ojo que aquel Cabo no era como el de ahora. Aquel era el Cabo sin luz, sin agua y donde la Chela hacia el pan de madrugada y en la tardecita. Donde el zorro se aprontaba a abrir el bolichito después de una jornada pescando y atendiendo el almacén. 

Al Cabo en Navidad no iba nadie. Y de verdad. No había nadie. Salvo unos italianos y sus habitantes de siempre, eramas las únicas almas de ese pueblito mágico de pocas casillas y muchos ranchos. 


Llegamos con los  víveres, mucho vino y  lo puesto más un pareo que haría de alfombra, toalla, manta y cortina. Nos quedamos en el “El Pez”,gracias a la generosidad de  Matías. En ese momento no era más que una pieza en una barranca lateral de la playa Sur, de paredes a la cal blancas y techo de zinc azul. En la pieza se encontraba todo menos el baño. Eso quedaba afuera. Una  mesa tambaleante, con dos sillas enclenque, era el comedor. En el medio había una cama deshecha , llena de tablas de surf usadas y toallas húmedas y en el lateral de una de las paredes una mesada de material con una pileta hasta la boca de platos sucios y moscas, anunciaba el ingreso a la cocina. 

No les voy a mentir, el panorama era dantesco y nunca me sentí más infeliz. Afuera el día tremendo de sol y calor le estaba dando paso a una atardecer de película. El kilombo podía esperar, ahora era momento de playa y de disfrutar de la locacion, locacion, locacion: despues me iba a enfrentar a esa pieza, previa pasada por guantes de goma  del almacén del Zorro.   

No voy a incurrir en el  intento de describir la Sur como nos recibió ese día, porque cometería un sacrilegio. La temperatura y el calor no invitaron al viento ni esa noche del 23 ni la del 24. Hicimos horas y horas de playa viviendo el Cabo como sino fuese parte nuestra, devorandolo, como unos extranjeros que no saben si algun dia tendran la oportunidad de  volver. 


Esa noche, la noche del 24 teniamos el plan de quedarnos haciendo casa. O por lo menos así lo pensé yo. Pero aquel tenía otra idea y la noche se prestaba para comer en La Perla y caminar a media noche por la Calavera. Y eso haríamos. 


Esa tardecita después de la playa subí a darme un baño de balde  y a buscar algo entre lo poco que había llevado, que sea presentable como  para salir a celebrar la Navidad. Pero no encontré nada. Solo el short de jean cascado, la remera de los Rolling gris con la leyenda “ Ruby Tuesday”, las chanclas rojas de cuero y madera y un buzo de lana blanco. 




Me vestí con lo que había y salí a dar una vuelta mientras aquel que me devolvió la risa,   dormía una siesta. Me sentía lejos y suspendida en el tiempo. Ajena al reloj del resto del mundo y a la vida que se estaba desarrollando  más allá de los médanos y de la ruta 10.  

No extrañaba, no dolía. Era un lugar diferente, en un tiempo diferente. Una vida paralela, pero real muy real. Estaba feliz. Por primera vez en muchos años me sentía libre, fuerte y completa. Respiraba confiada y senti como despues de tantos  años volvía a tomar las riendas de mi propia vida. Por más que mis hijas no estaban conmigo , sabía que ellas estaban bien y que este era el principio de algo permanente pero no estático. Sentía la adrenalina de lo nuevo, del aire fresco y liviano lleno de ganas y energía. 


Caminando por las rocas, los lobos y el faro, di la vuelta hasta llegar a las tienditas que estaban dispuestas una al lado  de la otra con artesanías, pantalones balineses y sacones de lana cruda. Una mujer estaba arreglando unos vestidos cuando me vio ojeando uno en particular, muy sencillo, corto con un bordado al frente casi que invisible. Me moría por probarlo y tener una opción mejor que lo que tenía  puesto para festejar la noche, pero no tenia mas que unos pocos pesos apretados en el fondo de la billetera. No había nadie, solo eramos ella y yo. Lo sacó de la percha y lo colgó en el fondo de la carpa para que me lo pruebe sin compromiso. Me enamore al tacto y al instante. 

Era básicamente perfecto aunque un poco grande de tiras. Sin preguntarme nada, si tenía plata, si me lo iba a llevar o no, la mujer agarró las tijeras, aguja e hilo y me lo arreglo encima en un santiamén. En un minuto me retrotrajo a mi madre haciéndome el vestido para alguna fiesta de 15 con lo que tuviese a mano y siempre le quedaba perfecto. Ese gesto fue un mimo a mi alma en reparación e inevitablemente se me llenaron los ojos de lágrimas. 


“Ahora sí, perfecto.  Feliz Navidad”.

Es un vestidito  simple, de playa,  bien Polonio, pero lo guardo con esmero como si fuera una prenda de alta costura de un inalcanzable  diseñador francés, porque ese pedacito de tela, esas tiritas cocidas con tanto amor, fue testigo del reencuentro con mi esencia perdida  y de la noche en que juntos con aquel que me devolvió el mar de Rocha y el campo, mi adorado gauchito surfista, decidimos que valía la pena ir por algo más.




“Ahora sí.

perfecto. 

Feliz Navidad”.

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